¿Cómo se lee La vorágine hoy, cuando se cumple un siglo de su publicación? Se lee como un torrente prodigioso que nos desborda. Seguimos siendo sometidos por la enjundia de esa prosa donde se abrazan el alto linaje poético de sus descripciones con los vocablos regionalistas de sus diálogos. La leemos sorprendidos por el modo en que Rivera apoya un pie en la tradición, mientras pone el otro sobre el incierto porvenir literario. La leemos con la impresión rotunda de que el proyecto nacional en que se ha sostenido Colombia, a lo largo de sus más de doscientos años de vida republicana, es frágil y quebradizo por la irresponsable improvisación de sus élites dirigentes. La leemos entendiendo que ese centro bogotano y esas periferias que se narran continúan, increíblemente, siendo muy parecidas, y que las mujeres no han dejado de ser pisoteadas por los mandamases de un mundo en pugna. Y si es verdad que la selva de La vorágine es una muy particular reejo del mal, laberinto y avasallamiento, coordenada de la locura y el fracaso, la leemos con el deseo impostergable de conocer la otra selva. Esa que está allí. Vital y espléndida. Núcleo de la vida y pulmón del mundo. La selva mítica y prístina de donde emergen el canto y la danza que sana. Ese espacio que comunica no solo con los indígenas, que son sus cuidadores, sino con todo aquel que la recorre y la hace suya.